domingo, 12 de enero de 2014

Vrboska (Hvar, Croacia) y el sabor de lo remoto



Vrboska es tan pequeña como bonita. Un punto diminuto en el mapa de Croacia, en la isla dálmata de Hvar. Tiene unos 500 habitantes, cifra que a mí no me sirve para nada nunca, pero por hacer un paralelismo, podría ser el facebook de algunos. Las casas de piedra, la entrada calmadísima del mar hasta el pueblo, los barcos aparcados en ese canal de agua, a pie de calle, o dormidos esperando a que los resuciten en el exterior de las casas, las tres iglesias, una de ellas también fortaleza, con un reloj en la fachada: ¿para qué lo usarían aquí?, dan ganas de preguntarse.

 

Todo es lento, incluso la cocción del pan, buenísimo en todas las "Pekara"'s que probamos en el país. Hay bancos hechos sin la necesidad de una autoridad competente: un trozo de tronco o una tabla apoyada en unos bloques de piedra, bastan. Me resultan tan familiares, son exactamente los mismos que usábamos en la aldea de mis veranos, aún sin compartir el "made in".


Después de exprimir todas las sombras y de desayunar en el suelo bajo una de ellas, salvadora como todas en la isla con más horas de sol a este lado de Croacia, vamos caminando hacia la playa, habiendo modificado previamente nuestro concepto de playa. En realidad, en los alrededores de Vrboska, más que playas hay accesos al mar de forma más o menos abrupta. Sí que hay alguna, de piedras, pero las más agradables son, como suele pasar, las más inesperadas. Caminando por la carretera que bordea la costa apenas transitada que comunica a Jelsa (otra de las poblaciones de Hvar) y Vrboska, encontramos uno de esos accesos al mar, rodeado de pinos. El agua es turquesa como en las postales sin filtro y basta con atravesar unas rocas para sumergirse. Rocas con minúsculos cangrejos y diminutas quisquillas casi invisibles. Hay algún barco a lo lejos, más pinos en la lengua de tierra que tenemos en frente y, hasta donde alcanza la vista, un mar infinito y calmo.


Por la tarde decidimos internarnos en el interior de la isla. Apenas hay indicaciones, así que no tenemos ni idea de dónde estamos en cada momento. Después de un rato conduciendo, tomamos uno de los pocos caminos que se desvían de la carretera principal y llegamos al mar. Max duerme y el acceso hasta el agua no es fácil, un desnivel considerable y ningún camino marcado nos distancia de una cala en la que descansan varias barcas y casas grandes y señoriales a las que se debe acceder de algún modo que desconocemos.


Damos la vuelta al final de la carretera y volvemos a intentar acceder al mar en otro desvío. Una playa de piedras nos espera al final de la incertidumbre, con el aire de los lugares remotos. El último tramo hay que hacerlo a pie, sorteando algunos arbustos pero en una cuesta apta para padres con niños en brazos y cubos de playa. Abajo hay una familia que ya se va. Nos quedamos solos con el mar y una especie de casetas donde alguien guarda sus barcas hasta nuevo aviso.


El sol está a punto de irse. Pero antes llegan al rincón remoto tres hombres y una mujer, que se lanzan al agua sin preámbulos, bueno después de quitarse la ropa, toda, y sustituirla por un bañador. Unas brazadas, unos cantos incomprensibles para nosotros y adiós. Volvemos a estar solos. Con los lugares remotos tengo sentimientos encontrados. Por un lado está la atracción por lo inexplorado, y por otro, el vértigo ante lo impredecible. Se me pasa más o menos rápido, rebuscando dentro esa calma que dice la frase que está en el interior. Con ella en las manos, empiezo a disfrutar mirando por primera vez.



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