miércoles, 26 de febrero de 2014

Dubrovnik desde abajo


Nunca había visto Dubrovnik desde abajo. Es demasiado tentadora la imagen aérea de la ciudad como para no usarla en todos los catálogos. El mar, la isla de Lokrum al frente, la uniformidad de la teja poniendo límites a las aspiraciones de los hogares... y una muralla completa e intacta que separa lo remoto en el tiempo de lo más cercano. Dubrovnik desde abajo tiene la belleza de lo inesperado. A ratos uno cree estar en la Italia más brillante y a ratos en un pueblo donde la ropa tendida domina todos los rincones dibujando sonrisas colgantes de colores afines. Las hay blancas, con largas sábanas y toallas, o de colores vivos, con camisetas, pantalones y delantales. Hay señoras que sonríen a otras señoras desde las ventanas. E hijas que acompañan a sus madres ancianas en el paseo vespertino, superando los inevitables tramos de escaleras que obligan a fortalecer los pasos por toda la ciudad. Max, que está a punto de cumplir un año, establece largas conversaciones con ellas. Desde nuestros brazos se intercambian palabras incomprensibles sólo para nosotros, caricias y besos. No hay barreras cuando uno acaba de nacer, o casi. No se sabe exactamente cuándo aparecen, pero nacen niños todos los días para tirarlas abajo.




Incluso la muralla que rodea toda la ciudad parece flaquear tras ese encuentro. Entre una fila interminable de piedras, se abre una puerta, un hueco para respirar de tanta protección, asomamos la nariz sin esperar nada y frente a nosotros, el espectáculo de un mar inacabable de un solo vistazo. Los ojos no alcanzan a contenerlo y hay que girar la cabeza una y otra vez, a un lado y a otro, para grabar en la mente el cuadro completo. El flujo de personas que entran y salen de ese agujero es constante, algunas se dirigen a la terraza de un bar encaramado en la roca, desde el que poder bañarse. Para otros, como las señoras de negro, aunque alegres, que van del brazo de sus hijas, esa salida es la culminación del paseo de la tarde. ¿Cuántas veces se habrán admirado ante esta vista? ¿Gracias a qué don no habrán perdido la capacidad de admirarse ante lo conocido?



Lo nuestro no tiene mérito, somos nuevos aquí, nuevos y felices rodeando la belleza encerrada entre esas paredes, en plazas blancas con edificios admirables y en callejones estrechos llenos de escaleras con el encanto de los espacios hechos a la medida del hombre, imaginando la vida que transcurre tras paredes cotidianas y puertas o ventanas entreabiertas. Al día siguiente hacemos ese mismo recorrido desde arriba, subidos a la muralla. Desde allí todo se convierte en un plano picado, observamos la vida en la ciudad como lo haría el ojo que todo lo ve desde las alturas. Besos inmaduros apoyados en un muro, sonrisas preparadas para la foto en la cima de una escalera, conservas que se calientan al sol, gatos desparramados en tejados sin terminar, huertos, el patio de un colegio en el que conviven un canasta, una portería y un piano en el mismo espacio, casas con vida y casas abandonadas a su suerte, terrazas con gente tomando café y millones de escaleras. Desde lo alto se ve todo, o casi todo. Pocas veces resulta tan fácil cambiar la perspectiva. Las ganas de seguir adelante han borrado en apariencia las huellas de la guerra, casi todas las visibles, poco que ver con su presencia en Mostar. 

 

De vuelta a la tierra, al suelo raso, entramos en dos iglesias, una la catedral y otra, una vieja capilla reutilizada como galería de arte. En realidad cuando entramos sólo expone un pintor Drago Micek. Llegamos allí por casualidad, callejeando en busca de una nueva ruta, combinación de giros nuevos en cada cruce, y nos hacen entrar los colores. Cada pequeño cuadro encierra luz recreada con el optimismo de quien recuerda una infancia. Recordamos haber leído algo sobre el arte naïf croata y esto nos hace pensar en ello. Hay cuadros de invierno, de otoño, de verano, barcos, lavanderas, hombres ociosos, campesinos que retozan tras los matorrales, hay interiores de casas antiguas, desnudadas por el ojo del pintor. Hay tanta vida por asimilar, por degustar con las papilas de otro, que nos alegra sobremanera que ese otro, con sus ojos y su lengua estén allí mismo, en esa misma iglesia reinventada. El señor que custodia la exposición es el mismísimo Dragutin Micek.


Iniciamos una conversación que transcurre entre pinturas y explicaciones, sobre técnicas pictóricas, materiales y recuerdos de infancia. No estábamos equivocados, el imaginario del autor ancla sus raíces en los trozos de infancia vividos en un pueblo al norte de Croacia, "el pueblo de mi abuela, al lado un río". También nos habla de los niños, de sus hijos y de su pasado como profesor. "Me encantan los niños" afirma en un inglés sin matices, pero muy lejos de ser "catastrófico", como él dice. Nos entendemos y podemos expresarnos más allá de un Collins compartido. Señalando a Max nos dice: "ésta es la mejor obra". "Debéis tener tres hijos, o todos los que podáis. Yo sólo tengo dos y me arrepiento cada día". Vemos sus caras, las de sus hijos, porque nos enseña un pequeño álbum de fotos que se ha traído desde casa, una casa cercana a Zagreb, a más de cuatro horas de aquí. Como quien lleva las fotos importantes en la cartera, él lleva ese pequeño álbum en el que señalar con cariño las fotos de sus nietos, repitiendo sus nombres lentamente cada vez que aparecen, con la cadencia de un profesor que logrará que sus alumnos asimilen una nueva información. Las fotos son de cuando eran niños, ahora la mayor tiene unos veinte años y según nos cuenta está de turismo en Barcelona. A continuación están las fotos de sus hijos, después una foto de él y su mujer, muy jóvenes, él con más pelo y la misma serenidad, ella muy atractiva. En otra fotografía se les ve a los cuatro, padres e hijos, en Estrasburgo, cuando viajaron allí para exponer sus cuadros, con los niños aún pequeños. Les sigue una imagen de su esposa en bikini, luciendo un cuerpo espectacular. Otra de pareja y, por último, una pequeña capilla blanca. "Esta capilla la proyectamos mi mujer y yo". De nuestra conversación deducimos que hablaron con los vecinos del pueblo y entre todos reunieron el dinero necesario para construirla. "No había ninguna cruz en aquel pueblo y eso no es bueno", algo así intenta transmitirnos. En ese conjunto de páginas se resumen sus mejores recuerdos, tal vez los mismos que pasarían por sus ojos en la última exhalación. 


Nos vamos, empapados de vidas ajenas, felices de haber conocido la ciudad desde abajo.

domingo, 12 de enero de 2014

Vrboska (Hvar, Croacia) y el sabor de lo remoto



Vrboska es tan pequeña como bonita. Un punto diminuto en el mapa de Croacia, en la isla dálmata de Hvar. Tiene unos 500 habitantes, cifra que a mí no me sirve para nada nunca, pero por hacer un paralelismo, podría ser el facebook de algunos. Las casas de piedra, la entrada calmadísima del mar hasta el pueblo, los barcos aparcados en ese canal de agua, a pie de calle, o dormidos esperando a que los resuciten en el exterior de las casas, las tres iglesias, una de ellas también fortaleza, con un reloj en la fachada: ¿para qué lo usarían aquí?, dan ganas de preguntarse.

 

Todo es lento, incluso la cocción del pan, buenísimo en todas las "Pekara"'s que probamos en el país. Hay bancos hechos sin la necesidad de una autoridad competente: un trozo de tronco o una tabla apoyada en unos bloques de piedra, bastan. Me resultan tan familiares, son exactamente los mismos que usábamos en la aldea de mis veranos, aún sin compartir el "made in".


Después de exprimir todas las sombras y de desayunar en el suelo bajo una de ellas, salvadora como todas en la isla con más horas de sol a este lado de Croacia, vamos caminando hacia la playa, habiendo modificado previamente nuestro concepto de playa. En realidad, en los alrededores de Vrboska, más que playas hay accesos al mar de forma más o menos abrupta. Sí que hay alguna, de piedras, pero las más agradables son, como suele pasar, las más inesperadas. Caminando por la carretera que bordea la costa apenas transitada que comunica a Jelsa (otra de las poblaciones de Hvar) y Vrboska, encontramos uno de esos accesos al mar, rodeado de pinos. El agua es turquesa como en las postales sin filtro y basta con atravesar unas rocas para sumergirse. Rocas con minúsculos cangrejos y diminutas quisquillas casi invisibles. Hay algún barco a lo lejos, más pinos en la lengua de tierra que tenemos en frente y, hasta donde alcanza la vista, un mar infinito y calmo.


Por la tarde decidimos internarnos en el interior de la isla. Apenas hay indicaciones, así que no tenemos ni idea de dónde estamos en cada momento. Después de un rato conduciendo, tomamos uno de los pocos caminos que se desvían de la carretera principal y llegamos al mar. Max duerme y el acceso hasta el agua no es fácil, un desnivel considerable y ningún camino marcado nos distancia de una cala en la que descansan varias barcas y casas grandes y señoriales a las que se debe acceder de algún modo que desconocemos.


Damos la vuelta al final de la carretera y volvemos a intentar acceder al mar en otro desvío. Una playa de piedras nos espera al final de la incertidumbre, con el aire de los lugares remotos. El último tramo hay que hacerlo a pie, sorteando algunos arbustos pero en una cuesta apta para padres con niños en brazos y cubos de playa. Abajo hay una familia que ya se va. Nos quedamos solos con el mar y una especie de casetas donde alguien guarda sus barcas hasta nuevo aviso.


El sol está a punto de irse. Pero antes llegan al rincón remoto tres hombres y una mujer, que se lanzan al agua sin preámbulos, bueno después de quitarse la ropa, toda, y sustituirla por un bañador. Unas brazadas, unos cantos incomprensibles para nosotros y adiós. Volvemos a estar solos. Con los lugares remotos tengo sentimientos encontrados. Por un lado está la atracción por lo inexplorado, y por otro, el vértigo ante lo impredecible. Se me pasa más o menos rápido, rebuscando dentro esa calma que dice la frase que está en el interior. Con ella en las manos, empiezo a disfrutar mirando por primera vez.